Léelo: disculpando al autor por la longitud excesiva y hasta el final. Después, escucha la canción, aun más excesiva, también hasta el final.
(Cercano a Tupelo, Misisipi, 6 de Junio de 1874) Desde poco más de las ocho de la mañana, hasta casi las diez de aquel Domingo de Pentecostés, permanecí sentado en la poltrona de mimbre que Gladys, nuestra sirvienta, había olvidado guardar en casa la noche anterior. Esperaba a mis padres y a mis tres hermanas para acudir al oficio en el que Thelma, la más pequeña, iba a ser bautizada. Llegó el primero mi padre y dijo:
- Hijo, ya estás listo. Ve a ayudar a tu madre a sacar las cosas.
- Vale Padre – Dejé el trono, molesto. Todo el día andaba de aquí para allá hecho un ardor, total, para nada. No había ninguna cosa que sacar y mis dos hermanas, Tina y Sally, ayudaban a mi madre con Thelma. Yo volví a la silla, que ya había bautizado como mía, sin falta de misa ni ofrenda ante Dios. Pero otra vez el viejo me había sisado el sitio, el vil canalla. Me senté en el suelo, a la espera, porque quería volver a sentar el culo en aquel barniz reluciente, al que mi piel ya se ajustaba con cariño.
Padre miraba a la casa de Vernon Langhorne Clemens, al que envidiaba. El era más rico, mejor granjero y mejor padre. Sus siete hijos sabían leer, estudiaban, y eran todos, los más guapos de la triste historia de Misisipi. Johanna, de mi edad, era bellísima, de ojos grises melancólicos y un rostro urbano de piel firme y suave. Era una dulzura insólita; tan agraciada que no tenía pecas, ni los cachetes estivales de sembrar al sol. Sofisticada más que campesina. Además, sus tetas ya aparecían punzantes en sus vestidos cortos: de estampados silvestres y flores de Mayo. Los más caros de la boutique de la señora Spencer, en Tupelo.
A mi padre le caía una gota de sudor por la frente, cubierta por la sombra que dejaba su sombrero de paja. Pasaban ya de las diez y el sol calentaba de veras. Yo seguía furioso por el hurto de la silla y más cuando las piedras de nuestro suelo yermo comenzaron a abrasarme el trasero. Hablé entonces, haciendo, lo que por el tono, era un comentario sin importancia:
- Quiero montar a Johanna Langhorne Clemens, la hija del señor Vernon. Y quiero casarme con ella cuando esté preñada de tres meses, y que sea la madre de mis siete hijos – Mi padre estaba absorto, y temo que no oyera más que un zumbido o el silbido de una avispa. Volví a repetir – Quiero hacerle un bombo a la hija del señor Vernon y formar parte de una familia prospera.
Mi padre volvió lentamente el rosto, que arrugó al contacto con la luz del sol. Me agarró de los cuellos de la camisa y me levantó por los aires con la rabia de siete mares embrutecidos. Me pegó una paliza histórica, criminal, y me dejó tirado en el granero medio inconsciente. Me desperté amoratado y lleno de dolor. Me resquemaba la espalda, que mi padre había arrastrado sin piedad por el camino áspero que había entre el poltrón y el granero; tenía las entrañas hinchadas, y las notaba en la garganta y hasta en el boceto rojo que escupían mis bocas; y me dolía, más que nada, la nariz partida del tastazo más duro de todos. El que me dejó recogido a un ovillo y el que me despertó del sueño. Me arrastré hacia el sol, serpenteé hasta mi silla de mimbre, me senté y miré a la casa de los Langhorne.
Era una hacienda de tres plantas, de piedra y madera. Estuve un infierno de horas atento a esa casa: resplandecía amarilla bajo el sol asfixiante del mediodía, luego azul, y violeta al caer la tarde. Ya en la noche, se extendió la negrura. Poco a poco fui perdiéndola. Y me agarré a esa visión, al sueño de los Langhorne, temiendo que a la mañana se hubiese deshecho. Hacia las cuatro, a dos horas para el alba, se escuchó al terror cabalgando: treinta y siete jinetes encapuchados, dotados de cirios y cruces candentes, doblaron al galope la loma que ciega el camino a la casa de los Langhorne.
La iluminaron, rojiza ahora, y al amanecer, efectivamente, ya no estaba allí. Solo los escombros y ocho cuerpos apilados junto a otro, que arrodillado, les lloraba. Llegaba el llanto hasta mi silla y en mi nuca, una voz lijada, que apestaba a whisky, susurró: “La negra te está esperando con el rastro marcado por treinta y siete hombres”. Johanna, la dulce, Johanna, mi amor. Me levanté de mi silla por fin, por Johanna, dispuesto a matar a mi padre. Que me soltó un palazo letal en la misma oreja que escuchaba el grito roto de Johanna, mi Johanna, que no aguantó el dolor y se pegó un tiro.
Nos morimos sin más que saludarnos, yo iba a quererla para siempre; dirán que era imposible que una negra y un blanco se casasen en el Misisipi de 1874, quizá, pero créanme que esto tampoco lo era.
Visions of johanna - Bob Dylan
6 de Junio de 1874, La Croaca del Misisipi
Es curioso, pero escuchando la canción he podido ver la hacienda de los Langhorne. Y desde mi punto de vista, Johanna no es para tanto.
ResponderEliminarEn fin, la mejor historia contada de la mejor manera posible.
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ResponderEliminarLa armónica de Dylan no puede callar el gemido de Johanna. La melodía sólo suena al final, como bien has mandado. Los dos tirados en la madera de la hacienda de los Langhorne, mientras Padre entra en la suya, y vemos el paisaje de Missisipi, saturado de color, bajo un sol incendiario.
ResponderEliminarAño 1874, los militares dejan el control en favor de sus habitantes. Los negros cominezan a volver a perder los derechos que tras la guerra civil había logrado. El mismo pueblo se los arrebata.
Buenísimo.
Un negro con cara de blanco, todo hay que decirlo. Ya sólo necesitamos que gane una mujer negra,con cara de negra, para comprobar hasta qué punto los hombres blancos hemos olvidado nuestros atavismos patriarcales.
ResponderEliminardentro de 40 años algún actor negro interpretará la vida de Obamal y se basará en este relato para contar la historia de sus raíces.
ResponderEliminarSerá obvia y previsible pero tu por lo menos te llevarás algo de los derechos de autor. Si es que antes un Yanki no entra y nos roba algunas de nuestras historias.
¿No deberíamos registrar las entradas?
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ResponderEliminarEl nacimiento de una nación, o eso dicen. Puede, y sin ánimo de ser pretencioso, que Obama logre que por fin se tenga realmente en cuenta (en campos tan conservadores como la política) la mixtura racial que puebla Estados Unidos.
ResponderEliminarMe encanta el relato, despide aromas de El guardián entre el centeno, Tom Sawyer y la cabaña del tío Tom, y eso es porque está genialmente ambientado.
Enhorabuena, termópilas.
Se puede registrar el blog con una licencia Creative Commons, es gratis y tiene validez legal en la mayoría de los países. Mi blog por ejemplo está registrado. Ya lo haré mañana para este.
ResponderEliminarA mi me suena a Faulkner. Y eso es mucho cumplido
ResponderEliminarExcelente crónica racial. Para ser leída con una pipa de brezo en los labios, balanceándose en una vieja mecedora, mientras ves bajar las turbias aguas del Mississippi arrastrando todo el inmenso, apocalíptico e irredimible dolor del sueño americano.
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