jueves, 3 de junio de 2010

Guerra de imágenes a bordo de la flota humanitaria

La noticia, aquí




Su estómago rugía con fuerza. Hacía horas que no comía y lo último que pudo beber fue un líquido marronucio que había en una botella de plástico. Pero le daba igual. No tenía hambre. Se había acostumbrado a no comer. Esta noche la brisa marina era bastante agradable. Decidió no taparse. Se reclinó en la cubierta del barco de tal manera que tenía a la vista a sus compañeros, cuyas cabezas asomaban de los sacos de dormir. Su estado era débil, así que de vez en cuando daba alguna que otra cabezadita en la que era transportado a un universo de delirios, a mundos diferentes, con los mismos personajes, pero diferentes.

Sin embargo, esta vez no pudo ver nada. Absolutamente nada. Pero vio a alguien. Sobre un escenario negro dos personas le lanzaban una mirada de medio lado y sus bocas dibujaban una leve sonrisa. La misma que él se había acostumbrado a ver durante tanto tiempo; la misma que le habían sacado de quicio en ciertos momentos y que, sin darse cuenta, había ido incorporando a su rutina. Hasta que decidió aprender a vivir sin ellas; hasta que aprendió a echarlas de menos.

Nunca le habían reprochado nada. Nunca lo habían hecho. Ni cuando él se había enrolado en alguna de sus muchas aventuras. Para él no lo eran tanto, pero para muchos eran auténticas locuras. Siempre se había preguntado por qué hacía todas esas cosas y al final de su reflexión estaba el abismo. Quizás quisiera escapar de su vida; quizás prefería ocuparse de la de otros para no tener que ocuparse de la suya.

Siempre había pensado que llegado el momento todo sería diferente. Que sobre ese escenario no habría solo dos personas, sino muchas más. Que serían tantas que tuvieran que pisarse unas a otras. Pero no. Eran dos. Sólo dos, las mismas que él sabía que estarían allí las primeras.

Ahora él también se podía ver a si mismo. Iba al encuentro de estas personas, pero el camino era largo y angosto. De la que lo recorría, con muchas dificultades, se cruzaba con expresiones. No eran personas, eran expresiones. Las que se habían proyectado con claridad en los rostros de todos aquellos que, sin mediar palabra, habían marcado su existencia. El que sonreía ahora era él.

Se secó el sudor que caía de su frente y que le empañaba cada vez más la visión. Estaba casi terminando el camino cuando se golpeó con algo. Un haz de luz le despertó súbitamente. La dilatación de sus iris le impedían ver. Sintió el tacto del frío metal sobre su frente. Entre sombras distinguió unas botas militares, un pantalón verde y la cabeza de un hombre bajo un pasamontañas. De su boca salían un sinfín de sonidos duros, violentos, intraducibles. Gritos y llantos chocaban contra la estructura metálica del barco y resonaban con fuerza. Puso la mano delante de su frente para evitar el rayo de luz y la otra, instintivamente, fue al pecho. Se la miró y esbozó una sonrisa de medio lado, la misma que se dibujaba en esas dos personas que ahora sabía que jamás volvería a ver. Apoyó con cuidado de nuevo la cabeza en la estructura del barco. Y esta vez se resistió pero, finalmente, cayó rendido en el sueño más profundo de la que había sido, hasta que en ese momento dejó de serlo, su corta pero dilatada vida.


Cristina, Madrid, 3 de junio


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