sábado, 10 de enero de 2009

Cambio climático: ¿Responsable de la extinción de sapos y ranas?


Enlace a la noticia aquí.

Léelo:
*Escuchando esto si eres anfibio: Requiem
*Escuchando esto si no lo eres: Primavera

Me colocaron cuatro hombres rubios y uno moreno, una mañana nublada tras viajar trescientos kilómetros. Nunca supe muy bien donde estaba aunque por el tamaño de los troncos hubiese jurado que muy al norte, puede que en Estonia o Laponia o en algún bosque caduco de Alaska. En toda mi vida hasta que me llevaron de nuevo, -a este vertedero de hierros usados-, sólo subieron mis peldaños tres almas, un malabarista Húngaro agarrado a una maleta sucia y un niño, de unos seis o siete, que solía pasar tardes enteras en la cima. Si que era curioso ese niño, con sus pantalones roídos y sus calcetines blancos. Creo que arriba, sentado entre las hojas mojadas, hablaba siempre con un sapo enorme, el tercero que acostumbraba a subirme, gordo y viscoso, la versión desagradable de un príncipe enfermo. El niño subía siempre a las doce, una hora antes de que llegase el sapo, quien jugaba a escuchar paciente historias de indios y duendes, mientras el niño le metía una paja para intentar inflarlo. También corrían y se escondían y saltaban en un pequeño charco que se formaba en invierno con el rocío ¡Qué feliz me bajaba el niño!, de dos en dos, detrás del sapo. Eso hasta que pasó aquello tan horrible, la imagen mismísima de la desgracia, de tanto jugar a inflarse el sapo acabó explotando, verde y grumoso en la cara del niño. A mi para aquella época ya se me habían roto diez peldaños, así que me sacaron de allí dos días y dos noches más tarde, las mismas que pasó el niño llorándole al sapo, con la cara aún verde y grumosa, de tanto jugar a correr y a inflarlo.
Foto de termopilasyotras
La croaca, 10 de enero de 2009
Sally Hayes

jueves, 8 de enero de 2009

El sobrino del fallecido en Granada por un disparo acusa a su madre del parricidio

Léelo con calma, porque tendrás tiempo hasta que se publique el próximo anfibiótico. Y luego la noticia, del 87, año en el que diversas ranas de España se encintaron de los 8 anfibios que solían vivir en este estanque.

Enlace a la noticia
Juan José cena una tortilla de patata. Al fondo, su madre.


Toda la vida viendo aquel pistolón, decían que descargado, a mí me olía a azufre. “Las carga el diablo” cantaba mi madre, no hace falta decir a que huele el infierno. No se molesten, por favor, en apreciar mi ingenio porque voy a contarles una historia famosísima, tanto como ninguna en donde yo solía vivir.

Seré lo más preciso posible. El núcleo familiar lo constituíamos cuatro personas: mi padre, mi madre, mi tío y yo. Mi padre era camionero, mi madre ama de casa y mi tío subnormal; a mi prefiero no clasificarme, si bien, daré algunos datos que considero de rigor para que entiendan mi historia. Entonces, cuando ocurrió el fallecimiento de mi tío Juan (yo me llamo Juan José, José por mi padre y Juan por mi tío y mi abuelo “que en paz descanse”) tenía trece años, ahora tengo diecisiete. Se lo digo para que se hagan una idea de la profundidad del asunto. Entonces, como decía, era estudiante y bueno; se me daban bien las letras, como irán percibiendo y me encantaba pescar y tenía un montón de hobbies más.

Lo cierto es que, siendo preciso, el día de autos ocurrió en un sentido fatídico, a mí casi me da algo cuando veo a mi tío en su sillón de estar, con un tiro en la sien y otro en el pecho, todo lleno de sangre. Una auténtica avería. Nunca había sido gran cosa mi tío, no era muy querido casi por nadie porque, como decía, era subnormal pero ya digo, aun así, era una pena verle allí.

No era el tío Gilito mi tío pero se llevaba buena pensión todos los meses y hubo un tiempo en el que mi madre y mi otro tío Felipe se lo reñían. Felipe era un Don Nadie, un jeta y así había que llamarle. Hasta que acertó catorce a la quiniela y se compró un mercedes verde metalizado, del color del camión de mi padre. Entonces, dirán ¿Para qué iba a querer mi tío Felipe la pensión de mi tío Juan? Para nada...Y él, bueno de él, vino a vivir con nosotros.

Antes del asesinato, mi tío Juan llevaba en casa ininterrumpidamente casi dos años. Firme sobre su sillón-cama de cuero pardo, pegado: pues si le hacía sudar en invierno, en verano se planchaba al cuero como un mejillón a un pedrusco.

La oficialidad habla de que fui yo el que apunté y disparé, que jugaba con el gatillo del rifle que había en casa, que encañoné a mi tío y lo maté. En mi defensa se dijo, y supongo que debería incluso agradecerlo, que no sabía que el arma estaba cargada. Mi madre fue la portavoz familiar, la encargada de contar los hechos, y por tanto, también de incriminarme. Nunca ha tenido maña para sembrar historias; de pequeño, las pocas veces que me inventó un cuento, siempre lo zanjó de un sajadurazo adusto y se le proyectaban las guadañas desde los ojos sobre mi cama y yo tenía miedo. Mi madre es una linterna mágica y sus farsas son imposibles pero ella es frugal y eso la hace creíble y una gran mentirosa, ¿Quién recelaría de una esfinge?

El 14 de Abril del año en que mi tío fue asesinado, mi madre alunizó en la tierra en una radio local para decir lo siguiente (transcribo literal):

“Estamos al tanto, mi marido y yo, de que en los primeros años del siglo XX mi abuelo compró un rifle que le regaló a mi padre al cumplir 16 y del mismo modo pasó a mi hermano. Él nunca quiso separarse de él y yo dije muchas veces -¡Las carga el diablo!-, aunque el pobre -¡Que en gloria esté!- padecía una enfermedad degenerativa y yo consentí hasta que al final, a mí hermano se le volvió el santo empeño y a mí la culpa por haber consentido.

El día de autos yo cocinaba una tortilla de patata para mi hijo Juan José y para mi marido José; se sabe que mi hijo sacó el rifle del tío que había sido del abuelo y el bisabuelo, y accidentalmente le disparó primero en la sien y luego en el pecho. Estuvo a punto de quemárseme la tortilla, saqué la sartén del fogón y llame a mi hijo a cenar -Juan José, ¡A cenar!-, como todos los días. Cuando llevaba la tortilla medio empezada, se lo dije: JUAN JOSE, HAS MATADO A MI HERMANO”

Así fue. Un día, comiendo una tortilla de patata, mi madre me dijo: “Juan José, has matado a mi hermano”. Luego fui al salón y mi tío estaba muerto. Un juez de paz decretó al día siguiente, ese 14 de abril, que ingresara un reformatorio donde he estado hasta hace dos semanas. Se me olvidó mi afición al sedal y a los libros. Soy adicto al pegamento y al crack. Y creo que ya es hora de que se sepa la verdad, aunque a nadie le importe y pocos hayan llegado atentos hasta aquí:

A mi tío Juan José lo mataron mi padre y mi madre, un 13 de Abril donde yo solía vivir, supongo que porque era gilipollas.

Un beso en La Croaca, 8 de Enero de 2008

Nahuel G. Rebollar
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